Enrique
IV de Castilla |
La cría caballar en el siglo XIX. Ya hemos hecho
referencia, en los antecedentes, a cómo el caballo español había sido durante
siglos el más admirado y buscado por las cortes europeas para mejorar sus
razas caballares, a las múltiples medidas tomadas, por los distintos monarcas
españoles, con la intención de proteger y fomentar la producción de caballos
para abastecer a sus ejércitos, y
cómo, a pesar de ellas, la raza había iniciado su decadencia. Pasamos a analizar los
tres principales factores que condujeron a esta situación; dos afectaban de
forma directa: los referentes a la producción y al consumo, y otro indirecta:
el desarrollo de la zootecnia. Factores relativos a la producción: Exceso de intervención. En cuanto al sector
productivo o ganadero, había llegado a un estado límite y los motivos, siendo
muchos, se resumen en uno: la más absoluta falta de interés de los ganaderos
en la cría caballar. El excesivo
proteccionismo y reglamentación en que los sucesivos monarcas españoles
habían envuelto esta actividad la hacía carecer de interés económico, sin que
por ello estuviera exenta de riesgos y de exigencias difíciles de cumplir. “que sería el mayor oprobio de cuantos españoles existimos
en el día, de ignorar de no haber sabido, ni saber al presente haber
conservado una casta de animales tan singulares y acreditados, que nos
dejaron nuestros abuelos, con tantas Juntas, Consejos, Encargados de este
negocio, Corregidores, Diputados, Escribanos y Comisionados, y Secretarios
dependientes para su logro, que si se sumasen todas estas personas, serían
seguramente más en número que los caballos que hoy tenemos”. (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas de la escasez y deterioro de los
caballos de España.) Durante el reinado de
Enrique IV, hermanastro y antecesor de Isabel la Católica, se estableció el
cauce del río Tajo como límite hasta donde llegaba la autorización para el
uso del garañón, pero en la práctica lo que resultó limitado fue la zona de
cría de caballos de casta fina al sur de este río, quedando el resto
dedicado, casi exclusivamente, a la producción de mulas. Esta división
permaneció hasta el reinado de Isabel II (con un breve paréntesis durante la
Regencia) Mientras que los
ganaderos de las provincias al norte del Tajo disfrutaban de casi absoluta
libertad en lo relativo a la cría caballar, los del sur sufrían una excesiva
reglamentación. No podían criar más caballos que los de casta fina que
hubieran sido aprobados. No podían vender hembras a las provincias del norte
ni al extranjero. No podían vender los potros machos antes de haber cumplido
los tres años y tenían la obligación, bajo pena de 50 ducados, de dar cuenta
de su venta a la Justicia. En caso de venderlo fuera de la provincia tenían
que presentar la guía y tornaguía demostrando el lugar al cual había ido a
parar el potro, de no hacerlo se les consideraba extractores ilegales. En caso de muerte de algún caballo, el propietario
estaba obligado a presentar ante la Justicia su piel fresca. De no hacerlo se
consideraba que el animal había sido vendido a “provincias prohibidas” o al
extranjero y se le aplicaban las sanciones previstas. Estaban obligados a
marcar a todos los potros al destete y a cortar dos dedos de la oreja derecha
a las potrancas bajo pena de 100 ducados. Cada pueblo estaba obligado a
costear con sus fondos (fondos de propios) una dehesa para las yeguas y otra
para los potros. Los potros tenían que ser retirados de la dehesa de las
yeguas antes de los dos años; su incumplimiento acarreaba una sanción de 50
ducados. De la dehesa de yeguas pasaba a la dehesa potril, de donde había que
retirarlos antes de que cumpliesen los cuatro años, bajo pena de 50 ducados.
El resto de ganados (vacas, ovejas, cabras o cerdos) no estaban sujetos a
regulaciones. “De aquí se sigue la falta de consumo, habiéndose perdido
por esta causa y otras la afición de los españoles a criar caballos para
divertirse y para comerciar con ellos; y como por otra parte subsiste la mal
entendida prohibición de poderlos extraer del Reino, no se esmera el criador
en perfeccionar su casta, no corrige defectos de conformación de los miembros
de la yegua y el caballo” (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas de la escasez y deterioro de los caballos de España.) Desinterés y abandono. Estas exigencias,
unidas a la falta de rendimiento económico provocó que muchos ganaderos
abandonasen la actividad y sólo aquellos que no podían prescindir de las
yeguas, porque las utilizaban en la trilla, las mantenían: “…la trilla, por cuyo trabajo se puede
asegurar conservan las yeguas en estas provincias, considerando todo lo demás
como secundario, y por lo mismo las tienen completamente abandonadas.”
(Cubillo y Zarzuelo, Pedro. 1879. La
verdad en la cría caballar). La labor de la trilla
comenzaba inmediatamente después de la siega y consistía en llevar un grupo
de yeguas a la era, en donde se había extendido la parva, y obligarlas a
galopar en círculo hasta que hubieran desmenuzado las espigas con el
machaqueo de sus cascos. Las parvas podían ser de treinta a sesenta
carretadas, correspondiendo a cada yegua de dos a tres carretadas. Esta labor
se realizaba en los días más calurosos del año y en las horas más calurosas del
día y suponía un esfuerzo extenuante para los animales. La única ventaja
consistía en que se las dejaba comer todo el trigo y paja que quisieran pero,
en esas condiciones de sofoco causado por la fatiga y el calor, más que una
ventaja suponía un peligro para su salud. Los potros, nacidos durante la
primavera, tenían que acompañar a sus madres y resultaban un estorbo en la
labor. El jornal de un peón en la trilla (en 1875) era de 6 reales mientras
que el de cada yegua era de 10. Los yegüeros se ajustaban con diversos
propietarios, de manera que cuando terminaban la trilla en un cortijo
caminaban hasta el siguiente y luego a otros hasta que terminaba la campaña. Trilla en
Chile (Claudio Gay, 1854) El resto del año, las
yeguas, permanecían en las dehesas de propios (comunales) sin más ayuda por
parte de sus amos que algo de paja de las “tornas” (de la que habían dejado los bueyes después de comer), lo
que no evitaba que muchas murieran de hambre cada invierno: “el mal trato que se les da con alimento
escaso y de mala calidad en la mayor parte del año hace poco fecundas a
muchas, que malparan otras, y que a las que paren se les muera el mayor
número de crías que produjeron” (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas de la escasez y deterioro de los
caballos de España.) Otras veces eran los
temporales los que diezmaban las piaras: “En
este mes pasado de febrero me dijeron en la Villa de las Cabezas, que se
habían ahogado algunos de esta suerte, y se habían muerto tantas yeguas por
el mal temporal, que a un vecino llamado Juan Mata sólo le ha quedado una de
diez y seis que tenía, y a un Don Joseph Angulo se le han muerto once, y
malparido trece: ¡y cuantos y cuantas habrán muerto que yo ignoro en las
inmensas marismas de San Lucar, Puerto de Santa María, Xerez, Lebrija y
Sevilla! (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas de la escasez y deterioro de los caballos de España.) Consecuentemente,
tampoco tenían ningún cuidado en el aspecto reproductivo y si llevaban sus
yeguas a cubrir a la parada era porque estaban obligados por ley a hacerlo al
menos cada dos años. Los ganaderos no dejaban al semental en libertad con las
yeguas, cubrían sus yeguas en mano,
pero luego soltaban en la dehesa uno de sus potros de tres años para que las
repasase. El porcentaje de yeguas que quedaban preñadas en las paradas
públicas rondaba el 10%, de manera que del 90% restante, la que quedaba
preñada, lo hacía de un potro de tres años (aún no tiene suficiente
desarrollo) y de su misma sangre, cuyos productos no podían ser sino
desmedrados y consanguíneos. La razón era porque pensaban que el potro, al
ser más débil, tenía más probabilidades de engendrar hembras, que era lo que
ellos preferían ya que las usaban en la trilla o las vendían
(clandestinamente) a los productores de mulas, mientras que los machos,
prácticamente sólo se los podían
vender al ejército y al precio que él estipulase: “siéndole tanto más útil al criador que le nazcan más hembras que
machos, que llega al extremo de tomar pesadumbre los más de ellos cuando su
yegüero les avisa que alguna de sus yeguas ha parido potro y no potranca,
haciéndolo algunos matar solamente por ser macho, porque si es hembra sirve
para la trilla, o si sale aventajada, la compra a los tres años el manchego o
el portugués en sesenta u ochenta doblones, en cuyo precio no se suele vender
ningún potro de esta edad”. (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas de la escasez y deterioro de los
caballos de España). Esta actitud “potricida” no debía ser anecdótica o
aislada ya que más adelante nos informa Pomar de lo siguiente: “a los ocho meses que han parido las
yeguas en la Villa de Morón en el año pasado de 1791, por todo producto de
1033 yeguas, no existían sino dos potros y 73 potrancas: Que en la ciudad de
Ronda en el año anterior de 90, por todo producto de 654 yeguas no existía
ningún potro a los dichos ocho meses, sino 58 potrancas; y que en todo el
partido de esta ciudad, que se compone de 30 lugares, 2624 yeguas al empezar
el segundo año tienen solamente 171 potros y 222 potrancas.” “Esto mismo
demuestro que sucede sobre poco más o menos en todos los pueblos de
Andalucía, pues en el Reino de Sevilla 3.691 yeguas no tuvieron ninguno en el
mismo año, habiendo producido solamente algunas pocas potrancas todo este
gran número de yeguas”. (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas de la escasez y deterioro de los
caballos de España). Los potros no se
destetaban hasta los dos años, cuando que se les trasladaba a la dehesa potril,
pero las potras permanecían con la madre y seguían mamándola hasta que paría
de nuevo. Este sistema producía un gran desgaste a las ya menguadas fuerzas
de las yeguas. Los potros permanecían en
la dehesa potril hasta los cuatro años pero sólo una tercera parte de los que
entraban llegaban a cumplirlos, el resto moría de hambre, enfermedades,
inclemencias y accidentes: “Una piara
de potros, aun cuando sean de un solo año, administrados como es debido,
presenta desde luego una vista agradable, en razón de la alegría, de la
viveza y de la lozanía que los acompaña. Pero trasladémonos a las dehesas de
las Andalucías en los meses de diciembre y enero, y veamos el golpe de vista
que nos ofrecen los potros de aquellas tan privilegiadas regiones. Ya no
vemos sino es un montón de esqueletos, maniatados con crueldad; los unos en
pie, pero cabizbajos y tristes; los otros echados, y haciendo vanos esfuerzos
para levantarse, y todos con el pelo largo, erizado y embarrado de lodo,
presentando el aspecto de la hambre que los devora, de la debilidad que los
aqueja, como es consiguiente, y del rigor con que los abate la intemperie en
semejante estado de aniquilamiento”. (Laiglesia y Darrac, Francisco.
1851. Memoria sobre la cría caballar de
España) o a causa de los lobos: “Abundan
en varias partes los lobos, de suerte que en algunos pueblos cuentan como por
ordinario el perder cuarenta o cincuenta yeguas y potros en cada año por esta
causa” (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas
de la escasez y deterioro de los caballos de España) A los cuatro años
tenían que salir de la dehesa potril y comenzar su doma. El trato dedicado a los
sementales tampoco era el más
adecuado: “Nada es más común, ni hay
vicio mas generalmente extendido entre nosotros, particularmente en
Andalucía, como el de tenerse a los caballos padres amarrados como galeotes,
y cargados de cadenas años enteros, esto es, desde la monta de un año a la
del año siguiente; y sin prestarles otra especie de asistencia que la de
darles un cortísimo pienso. No puede concebirse como sea posible llevar el
abandono, la desidia y la falta absoluta de celo por sus propios intereses
hasta semejante extremo”. (Laiglesia y Darrac, Francisco. 1851. Memoria sobre la cría caballar de España) Francisco Javier de
Cerveriz y Sobrino, en su Apéndice a la
Memoria sobre la cría caballar de España (1835) dice: “Es necesario confesar que en Andalucía
existen hoy algunas prácticas muy erróneas en materia de cría caballar, y que
lo bueno que existe se debe casi exclusivamente al suelo y benignidad de su
clima”. Pero la falta de atención que sufrían las yeguas en las
provincias vedadas al garañón no se puede atribuir a la ignorancia sino a la
falta de interés. En La Mancha, donde existía un gran plantel de yeguas
destinadas a la cría mulatera, al resultar muy rentables, se las cuidaba con
esmero. Mientras que en Andalucía se destinaban tres o cuatro fanegas de
pastizal para cada yegua, en La Mancha se las adjudicaban de quince a veinte
y se las mantenía tan bien alimentadas que salían del invierno más gordas que
la mejor de Andalucía del verano, según explica Pomar. Debido a esa falta de
interés y a las dificultades interpuestas por el Gobierno para la tenencia de
yeguas, muchos labradores, que sólo las mantenían para su uso en la trilla de
la mies, empezaron a sustituirlas por trillos tirados por mulas: “en muchas partes se va introduciendo el
fatal uso de las mulas; viniendo ya también de diferentes pueblos de La
Mancha y Murcia cuadrillas de hombres con machos y mulas para trillar y
labrar” (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas
de la escasez y deterioro de los caballos de España) Para contrarrestarlo el
Gobierno decidió otorgar, en la Ordenanza de Caballería de 1789, algunos
privilegios; a quien mantuviera tres o más yeguas se les garantizaba que no
le serían embargados por deudas, quedaban libres de la obligación de
huéspedes y alojamiento, de contribuir con trigo, paja, cebada y otros
bastimentos, carros y bagajes para el ejército, tutela, curaduría, mayordomía
de pósito, propios y cobranza de bulas, levas, quintas y sorteos para el
servicio y reemplazo del ejército o de milicias y la libertad de portar
pistolas en el arzón cuando montasen a caballo. Estas medidas sirvieron para
frenar momentáneamente la caída del número de caballos pero no para resolver
la acusada decadencia de su calidad ya que los que decidieron acogerse a
estas ventajas no tenían ningún interés en la cría caballar y buscaron las
yeguas más baratas (siempre que llegasen a la marca), no las mejores, ni se
preocupaban de elegir un buen caballo para cruzarlas, de si quedaban o no
preñadas o de si abortaban. El afán protector del
Gobierno para con el sector de la cría caballar no hacía sino agravar la
situación. Las Ordenanzas de 1789 mandaban que los ayuntamientos comprasen
caballos sementales, con los fondos de propios para que, aquellos vecinos que
por poseer un corto número de yeguas no les resultaba rentable mantener un
caballo, pudiesen cubrir con ellos. Esta medida acarreó también problemas
porque los ayuntamientos no disponían de fondos para adquirir caballos buenos
y no les quedaba más solución que comprar caballos de tropa, de los de
desecho de los regimientos de caballería. Por otra parte los ganaderos que
tenían veinte o más yeguas estaban obligados a mantener un caballo propio
pero muchos decidieron reducir su número a diecinueve, desprenderse de su
semental y cubrir con el de propios que, aunque fuera malo, les resultaba
gratis, por lo que la demanda de servicios de estos caballos de propios
aumentó de tal manera que no hubo suficientes, quedando muchas yeguas sin
cubrir o siendo cubiertas por caballos de poca calidad: “los padres, que por su mucho precio, si han de tener las cualidades
requeridas, faltan en los pueblos, donde los pequeños labradores dan sus
yeguas a cualquier caballo, resultando potros ruines y despreciables.” (Álvarez
Sotomayor, Agustín. 1851. Memoria sobre
la cría caballar) En las provincias del
sur estaba permitido, por ser costumbre, el guardar el “año de hueco”, es
decir cubrir las yeguas en años alternos, dejándolas el intermedio horras
para que se recuperasen. Las paradas públicas
estaban obligadas a abrir sus puertas
a las siete de la mañana y cerrarlas a las doce del mediodía. Los sementales
no podían cubrir más de diez yeguas por día y los turnos se adjudicaban por
sorteo. Con este sistema no es extraño que las tasas de reproducción de las
yeguas resultase tan bajo: “en la mayor
parte de paradas del Gobierno salen llenas un 9 o un 10 por 100” (Cubillo
y Zarzuelo, Pedro. 1879. La verdad en
la cría caballar) El descenso del número
de yeguas de vientre unido a su baja tasa de reproducción, a la mala calidad
de los sementales, a la elevada tasa de mortandad de los potros y a su
deficiente desarrollo, forzó al ejército a tomar la determinación de, en
lugar de comprar los potros a los cuatro o cinco años (edad a la que ya
podían ser domados) adquirirlos de dos años y asegurarse de esta manera su
abastecimiento:“Así es que todo el
mundo sabe, que hasta ahora poco más de veinte años no han faltado lo que se
llama totalmente los buenos caballos en Andalucía, y que antes de esta época
nunca llegó el caso de que tuviese que recurrir regimiento alguno al ruinoso
arbitrio de remontarse con potros de dos años, por tal de asegurarse su
adquisición”. (Laiglesia y Darrac, Francisco. 1851. Memoria sobre la cría caballar de España) Escasez de pastos. A la falta de aliciente
de los ganaderos por la cría de caballos de casta fina se agregó otro
problema de gran relevancia que también afectó al aspecto productivo: la
falta de pastizales donde mantenerlos. Por disposición del
Gobierno, el ganado caballar debía pastar en dehesas expresamente habilitadas
para ello en cada municipio y pagaban la módica cantidad de tres o cuatro
reales mensuales por cabeza. Las yeguadas se mantenían exclusivamente con los
pastos que le ofrecía la naturaleza, por lo que otro factor negativo que
contribuyó a la reducción del censo de caballos durante el siglo XIX fue la
escasez de pastos motivada por el proceso desamortizador y el desarrollo de
la agricultura, iniciado en el siglo anterior, que provocaron la roturación
de enormes extensiones que hasta
entonces se habían dedicado a pasto de los ganados: “Así es que en poco tiempo se ha visto incalculable aumento de
cultivo, efecto de las inmensas reducciones al dominio privado, ya por medio
de repartimientos y de ventas, ya por una continua trasmisión a manos
particulares de las cuantiosas propiedades territoriales amortizadas”. (Ortiz
de Zúñiga, Manuel. 1841. El libro de
los alcaldes y ayuntamientos) El Consejo de Castilla
había decretado dos células, en los años 1766 y 1767, permitiendo la
roturación de las dehesas de yeguas y potriles. El aumento de las zonas de
cultivo fue enorme, especialmente las dedicadas al cultivo del olivo en
Andalucía: “Mucho se han disminuido
también los pastos por el aumento de olivares, que se han plantado de treinta
años a esta parte, en que sin exageración se puede creer por un cálculo
prudente, que se han aumentado dos veces más de los que había” (Pomar,
Pedro Pablo de. 1793. Causas de la
escasez y deterioro de los caballos de España) El aumento de la superficie
dedicada a la agricultura era directamente proporcional a la reducción de la
dedicada a pastos y ésta, a su vez, lo era de la reducción del número de
yeguas: “En Écija se me aseguran por
personas fidedignas, que por los años de 50 y de 60 /…/ había tres mil
yeguas, y hoy no se cuentan sino mil seiscientas noventa y cuatro” “ En
Sevilla /…/ se contaban tres mil ciento noventa y ocho yeguas, y en el día no
más de mil novecientas cuarenta y tres” (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas de la escasez y deterioro de los
caballos de España) En 1767, Carlos III
encargó a Pablo de Olavide la colonización de grandes extensiones, que hasta
entonces sólo se usaban para pastos, en el Valle del Guadalquivir y en Sierra
morena. Para ello se trajeron 6.000 colonos de Flandes y de Alemania. Las
zonas elegidas fueron Sierra Morena (Jaén), donde se fundó la población de La
Carolina, La Parrilla (Córdoba) donde se fundó La Carlota y La Monclova
(Sevilla) donde se fundó La Luisiana. Esta iniciativa afectó negativamente a
los ganaderos de Jaén, Granada, Sevilla y Córdoba al ver mermada enormemente
su disponibilidad de pastos. También se procuró la
colonización de grandes baldíos en Extremadura, Valencia y otros lugares: “La Legislación, no sólo más vigilante,
sino también más ilustrada, fomentó los establecimientos rústicos en
Sierramorena, en Extremadura, en Valencia y en otras partes; favoreció en
todas el rompimiento de las tierras incultas”. (Jovellanos, Gaspar
Melchor de. 1820. Informe de la
Sociedad Económica de Madrid) La Ordenanza de
Caballería de 1789 otorgaba ventajas a aquellos que mantuviesen tres o más
yeguas o tres sementales aprobados, pero también provocó el aumento de la
competencia por los ya escasos pastos de las dehesas de propios: “También han ocasionado no pequeña
escasez de pastos los privilegios concedidos en la Ordenanza de libertad de
Quintas, Alojamientos, &c., a los que tuvieren tres o cuatro yeguas,
porque con las inútiles de desecho de los ricos se arma de criador el que
quiere, y con tres yeguas viejas, que tal vez no le cuestan nada de comprar,
ni de mantener en la dehesa, que la Ordenanza le manda dar a costa de los
Propios, recarga al demás vecindario de las pensiones concejiles, y no se le
da que paran sus yeguas, ni piensa en darlas al caballo si le ha de costar
algo el caballaje.” (Pomar, Pedro Pablo de. 1793. Causas de la escasez y deterioro de los caballos de España) Las
desamortizaciones del siglo XIX, especialmente las de Mendizábal (1836) y
Madoz (1855), redujeron aún más la superficie de pastos: “Las circunstancias de hoy no son
las de hace un siglo, en que teniendo España la mitad de habitantes y menos
necesidades, los prados naturales abundaban y los ganados recorrían inmensas
superficies, que sin impedimento ni gastos disfrutaban”. (Hidalgo Tablada, José de. 1865. Curso de economía rural). He hicieron
temer por la conservación de la cría caballar: “pues cuando las necesidades de la roturación se hagan sentir con
urgencia, por el aumento de población, desaparecerán también por completo las
dehesas que aun restan para la cría del ganado caballar, a no ser que el
gobierno tome parte en esto, y obre de modo que se conserven las dehesas
potriles que se crean necesarias y a propósito para la cría de este útil e
indispensable animal”. (Soto, Julián. 1862. Cría caballar) “Desde entonces acá,
el caballo cordobés,, que puede considerarse como tipo de la raza Española,
ha ido desmejorando; y llegarán a perderse las pocas ganaderías que aun
restan, si no cesa esa mal entendida roturación de dehesas, y si no se
sustituyen de alguna manera las dehesas potriles con que antes contaban los
pueblos.” (Puente
y Rocha, Juan de Dios de la. 1875.
Memoria ganadería Córdoba) “La falta de dehesas potriles, la escasez de pastos que
viene notándose de algunos años a esta parte en esas comarcas de Andalucía y Extremadura
(donde la cría caballar tiene el mayor desarrollo), debido a las incesantes
roturaciones, a la tala y corta de montes y arbolados que en dichas
provincias como en todas las demás se han hecho y continúan haciéndose, en
virtud y al amparo de las leyes desamortizadoras,” (Sánchez González, Simón. 1880. Estado actual de la cría caballar en
España) Así sucedió en efecto: enajenados por el Estado un gran
número de dehesas, prados y otros terrenos eriales, donde se alimentaban las
principales ganaderías, no tardaron mucho sus nuevos poseedores en darles
otro destino, ávidos siempre de sacar el mejor partido, el mayor interés a su
capital, y el carboneo en unas, la tala en mayor escala en otras, y el
cultivo en las restantes, hacían imposible la estancia en ellas de las
ganaderías; y los criadores tenían que buscar nuevos campos y terrenos donde
apacentar sus ganados, irrogándoles esto trastornos de consideración; unas
veces por la mayor distancia a que tenían que conducir sus yeguas y potros;
otras por dejar dehesas y pastos mejores que los que adquirían, y siempre
porque al disminuir las existentes, disminuían también los pastos, tomaban
mayor estimación, mayor precio en arrendamiento los restantes, con perjuicio
de los intereses del criador o ganadero que por necesidad tenía que
aceptarlos. El resultado final de todo era que, aparte de las dificultades
mayores que ofrecía al ganadero ver sus yeguas y potros, con frecuencia para
atenderles mejor, le tenía mayor coste su cría, llegando en algunas ocasiones
a ser de mayor importancia los dispendios y gastos ocasionados para criarlo,
que el importe íntegro que percibía por su valor al enajenarlo. (Sánchez González, Simón. 1880. Estado actual de la cría caballar en
España) Principio del documento
Problemas de intendencia. |
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