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Caballos del Renacimiento.

- El caballo de la España del Renacimiento.

- Léxico de la anatomía del caballo.

- Capas del caballo.

- La brida.

- La estradiota.

- La gineta, su origen.

- La gineta, descripción.

- La gineta, difusión.

- Diferencias entre gineta y brida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Hernando de Soto

 

 

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Acoma

 

 

El caballo de la España del Renacimiento.

 

La composición étnica de la población caballar ibérica en el siglo XVI es la derivada de los cerca de ocho siglos de guerra entre los reinos cristianos y musulmanes y de los cristianos entre sí.

Para comprender la situación del caballo en esta época hay que enfocarla desde el punto de vista militar (para las castas de alzada superior a la marca), ya que el caballo era ante todo un elemento imprescindible para la guerra.

Durante la Edad Media se desarrolló en toda Europa un modo de combate a caballo, denominado “a la brida” o “a la guisa”, basado en el poder arrollador de la carga de la caballería pesada. Para ello se aprovecharon y desarrollaron las razas del norte de Europa, de escasa capacidad ecuestre pero con mucha corpulencia.

En la península Ibérica también se utilizó otro estilo de combate a caballo denominado “a la gineta” (*), que aprovechaba la excelente capacidad ecuestre de los  caballos ibéricos, especialmente su velocidad, agilidad y pronta respuesta. 

(*) He decidido mantener la grafía antigua (con g en lugar de j) porque desde su gestación hasta mediado el siglo XIX fue así como se escribió, no siendo hasta después de muerta cuando se le cambió el nombre; lo cual me parece feo.

En el norte peninsular se procuraba la cría de caballos pesados para surtir a los hombres de armas con los que hacer frente a sus equivalentes de los otros reinos cristianos, que montaban a la guisa francesa, mientras que en el sur (cuya frontera se fue desplazando a medida que avanzó la reconquista) interesaba la cría de caballos ligeros aptos para la gineta, modo en que combatían los moros.

El caballero flamenco Antoine de Lalaing, que formó parte de la comitiva de Felipe el Hermoso en su viaje a España escribió al respecto: “considerando pues que diariamente se aguardaba la guerra contra los franceses o contra los moros, o contra las dos partes en un mismo tiempo, por lo que ordenó (la Reina Isabel la Católica) que ninguno, por muy gran señor que fuese, si no era presbítero u hombre de Iglesia, cabalgase en mula, sino que cabalgase en caballos, y que los caballos fuesen de quince palmos o más a fin de estar mejor preparados para la guerra: e incluso a su marido le obligó a eso. Y ordenó que los de la frontera de los franceses cabalgasen a nuestro modo, y los vecinos de los moros cabalgasen a la gineta”. (LALAING, A. de, Primer viaje de Felipe el Hermoso a España en 1501. GARCÍA MERCADAL, J. (ed.), Viajes de extranjeros por España y Portugal, Salamanca, 1999, t. I, pp. 452-453.), citado por: CARMONA RUIZ, María Antonia. El caballo andaluz y la frontera del reino de Granada. Cuad. Hist. Esp., ene./dic. 2006, vol.80, p.55-63. ISSN 0325-1195.)

La población caballar autóctona del valle del Duero y del Ebro (que originalmente diferirían poco de las del Tajo, del Guadiana o del Guadalquivir), tanto por la necesidad defensiva de los reinos  como por el interés de los propietarios en producir mulas grandes, se fueron diluyendo mediante mestizajes con razas pesadas, pero en el sur se aplicaron normas muy severas para impedir eso mismo, por lo que sus castas se mantuvieron en su tipo original. Este caballo ligero era el llamado caballo español y conocido como “genet” en Francia y otras cortes europeas.

Al margen quedarían las jacas serranas, capaces de mantenerse en terrenos de escaso valor agrícola y que, por no alcanzar la marca, carecían de interés estratégico, mientras que a sus propietarios les compensaba su cría con poderse valer de ellas en el momento de la trilla y poco más.

En las zonas palustres, tal y como sucedió en el siglo XIX, habitaban las yeguas “marinas” o marismeñas, de mayor alzada y más hueso pero de carácter linfático, defectos de aplomos y cascos estoposos y palmitiesos.

Cabe suponer, por tanto, que el panorama de la cría caballar del siglo XVI estaría compuesto por:

- Cría de caballos pesados en los valles del Duero y Ebro, más selectos en algunas zonas favorables, como la Babia, Valdeburón y Laguna de Duero y especialmente abundantes en Navarra y Aragón (por ser éstos los territorios que servían de entrada para los caballos pesados procedentes de Francia, Bélgica y Flandes) y población mestiza de aptitud mixta.

- Convivencia de la cría de caballos ligeros, la de caballos pesados y población mestiza en el valle del Tajo.

- Cría de caballos ligeros en Murcia, Andalucía y Extremadura.

- Jacas en todas las sierras. 

- Caballos marismeños en las zonas palustres y ribereñas.

 

Descripción del caballo español.

Los textos contemporáneos consultados se centran en los aspectos técnicos de la gineta y son parcos al tratar asuntos colindantes y sobradamente conocidos por sus lectores coetáneos, como es el caso de la descripción del caballo español de la época, y mucho menos de los tipos pesados y de las jacas. Expondré  a continuación lo que de él comentan.

Eugenio Manzanas, analizando los motivos que le decidieron a escribir su Libro de Enfrenamientos (1583), escribe: “La (razón) que pudo más que todas conmigo, es ver cuán estimados (y con justa causa) son los caballos españoles en todas provincias, y tenidos por más hermosos, ligeros, gallardos, briosos y de más galana postura”.

Pedro Fernández de Andrada (Libro de la Gineta de España, 1580) es el más locuaz y, después de hacer un repaso a las loas que los autores clásicos habían dedicado al caballo español, incluye su análisis personal: […] ”porque en bondad, ligereza y hermosura exceden a todos los mejores del mundo: como bien claro muestra la experiencia que de ello tenemos. Y aunque es verdad, que en general los caballos españoles son buenos y de gran extremo y perfección, todavía hay unos mejores que otros: y así unos autores loan a unos, y otros encarecen a otros […] y no hay duda sino que los que loaron estas provincias nunca estuvieron en el Andalucía, ni vieron los caballos de ella, pues se atrevieron a quitarle la gloria que por esta ventaja merece, porque en abundancia y fertilidad de mejores y más caballos no le iguala ninguna provincia de las de España: y como de toda España esta Andalucía es tenida por más abundante y fértil de herbajes, y grosura de la tierra, tanto que los antiguos por su frescura fabularon que era en ellos los Campos Elíseos porque ninguna tierra produce su fruto tan en extremo como ella: y así como la naturaleza está más fértil y fecunda en ella: así cría más y mejores caballos. Y aunque es así, que los caballos de España son los mejores, y de los de España los de Andalucía, así en ella hay unos mejores que otros, como son los de Sevilla, Jerez de la Frontera y Córdoba: que aunque los caballeros de estas dos ciudades se nombran y precian de ser hermanos en armas, siempre contiende sobre la ventaja de sus caballos. Así mismo son de los mejores los de Úbeda y Baeza, y aunque la curiosidad que se tiene no es tanta: son tenidos por buenos los de Jaén, Écija y Marchena, y así mismo los hay en otras partes del Andalucía, donde los señores de las castas se precian poco de ellos, aunque el buen sustento y grosura de los pastos que hay junto con la clima y constelación del cielo produce naturalmente buenos caballos de que están llenas casi todas las caballerizas de los reyes y príncipes del mundo, no preciándose de tener otros caballos que del Andalucía: y aunque la bondad de estas castas digan algunos autores que procede por haberse mezclado con los caballos africanos: todavía otros tienen lo más cierto, que es haberse los de África valido y aprovechado de la bondad de los nuestros de que tanto nos podemos preciar teniendo tanto número de ellos, que sería dificultoso referir los caballos de extremo que hoy viven: que por no hacer difusa escritura no los refiero”.

Este texto demuestra que aquellos caballeros renacentistas ya eran conscientes de que disfrutaban del mejor caballo del mundo, tanto por sus cualidades físicas como psíquicas, desmontando absurdas teorías surgidas en siglos posteriores, como la expuesta por José Matilla y García, quién escribió en su “Diccionario de comercio, industria y navegación” (1851): “Lo que hoy llamamos antigua raza española, seguramente procede de los cruzamientos que se hacían desde los tiempos de Felipe II, cuando fueron a Córdova para encastar porción de yeguas frisonas, de Nápoles y de Dinamarca”. Matilla se refiere a la intervención de Diego López de Haro sobre la yeguada real de Córdova pero ésta se inició en 1567, solo trece años antes de que Andrada escribiera el texto anterior, espacio de tiempo en el que resulta imposible crear y consolidar ninguna raza y mucho menos con la calidad y arraigo de las que Andrada habla pero, de haber tenido aquella iniciativa alguna trascendencia, no podría en ningún caso considerarse como principio de la raza, sino como el principio de su decadencia.

También nos confirma la existencia de la demanda de caballos españoles por parte de las corte extranjeras: “buenos caballos de que están llenas casi todas las caballerizas de los reyes y príncipes del mundo, no preciándose de tener otros caballos que del Andalucía”, lo que corrobora el planteamiento anterior puesto que ya existía el reconocimiento internacional de la calidad de los caballos andaluces en 1580.

Se constata que, igual que en los siglos posteriores, los más excelentes caballos de España se criaban en Andalucía y, de éstos, los de Sevilla, Jerez de la Frontera y Córdova, seguidos por los de Úbeda, Baeza, Jaén, Écija y Marchena.

Andrada que, por ser de Sevilla, se supone bien informado del estado de la ganadería caballar andaluza, nos informa de que la extremada calidad de los caballos andaluces no se debía a los desvelos de los ganaderos: “donde los señores de las castas se precian poco de ellos”, sino a la influencia medioambiental: “aunque el buen sustento y grosura de los pastos que hay junto con la clima y constelación del cielo produce naturalmente buenos caballos”; con lo que ya apuntaba el hecho, posteriormente muy reiterado por los autores del XIX, de que la raza equina española no es debida al capricho o la necesidad del hombre, como es el caso de la mayor parte de las razas caballares del mundo, sino que es fruto de la naturaleza.

Parece que ya por entonces hacía mella el secular derrotismo español, precursor de la idea de que si hay algo bueno aquí es porque alguien lo ha traído de fuera: “y aunque la bondad de estas castas digan algunos autores que procede por haberse mezclado con los caballos africanos: todavía otros tienen lo más cierto, que es haberse los de África valido y aprovechado de la bondad de los nuestros de que tanto nos podemos preciar teniendo tanto número de ellos, que sería dificultoso referir los caballos de extremo que hoy viven”

Pedro de Aguilar dedica el primer capítulo de su Tratado de la caballería de la gineta (1570), a describir la forma, proporción y propiedades que, a su juicio, han de tener los caballos. Hay que tener en cuenta que no se trata de una descripción del caballo español de la época, sino de lo que para él sería el caballo idóneo para la práctica de la gineta, aunque, en general, no diferiría mucho de aquel.  Comienza por lo que considera de mayor importancia, los cascos, diciendo: “Los caballos han de tener los cascos o vasos, muy lisos y negros sin que tengan en ellos, ningunas arrugas ni cercos. Que no sean casqui derramados, ni patimuleños, ni palmitiesos, ni manilleros, sino casqui acopados, teniéndolos anchos y bien formados, huecos y secos, cavados por la parte de dentro de ellos, con las coronas ceñidas y pelosas”.

Continúa con las características de las patas, y aquí se aprecia alguna diferencia con los criterios que se impondrían posteriormente, una vez extinta la escuela de la gineta. En concreto en lo referente a la longitud de las cuartillas que, para practicar los repentinos movimientos que aquél estilo de monta exigía, buscaban que fuesen cortas y recias, contrariamente a lo que luego se buscó; cuartillas largas para hacer un paso más muelle y cómodo, aunque esto suponga mayor fragilidad: “Las cuartillas han de ser cortas, las juntas gruesas, con algunas cernejas en ellas. Y los brazos nerviosos, con las canillas anchas y cortas y enjutas, con las rodillas gruesas y llanas, y descarnadas. Las piernas ha de tener derechas y anchas, y bien formadas, siendo salidos de los quijotes de ellas, y de los murecillos de los brazos, de tal manera, que estando parados, tengan mayor distancia entre los brazos y piernas, por la parte de arriba, que por la parte de abajo. Los pechos han de tener, anchos y redondos, y salidos a fuera, y partidos por medio”. El caballo español siempre tuvo las cañas (canillas) cortas.

La descripción del cuello coincide plenamente con la del cuello del caballo español clásico: “Han de ser enhiestos, y descargados de delante, teniendo el cuello ancho en el nacimiento, y delgado junto a la cabeza, y que les salga del pecho, y no de la aguja, porque lo tengan arcado y bien formado, y bien engollado, y las crines raras y largas, que ni sean gruesas ni muy delgadas”. Cuando dice que el cuello ha de salir del pecho, no de la aguja, se refiere a que lo tienen que llevar vertical, enhiesto, no tendido u horizontal.

En la cabeza también se aprecian diferencias, ya que él prefiere caballos con la cabeza pequeña y recogida (si bien pequeño y grande son calificativos relativos), cuando tradicionalmente el caballo español ha tenido el rostro largo: “La cabeza ha de tener pequeña, y el rostro cogido, y no despapado, los oídos vivos y agudos, largos y bien puestos, y la frente ancha y llana, y descarnada, y los ojos gruesos y negros, que se les salgan del casco, con las cejas llenas, y las cuencas salidas, y las quijadas delgadas, y muy abiertas por la junta del cuello, y las narices anchas, y abiertas y hinchadas, y la boca ni muy hendida, ni tampoco conejuna, teniendo los labios negros, y la lengua y encías delgadas”. Obviamente, cuando habla de oídos se refiere a las orejas, que han de ser finas (agudas) y de buena vela. Coincide en que tiene que tener la cabeza seca y con las quijadas descarnadas (delgadas). Daban mucha importancia al tamaño de la boca, que no fuese rasgada ni pequeña (boquiconejuno) y a la delgadez de las encías y de la lengua, ya que esas características eran esenciales para el buen asiento del freno de la gineta.

También coincide la descripción del tronco y del cuarto posterior, que debía ser potente y musculoso: “Han de ser altos de aguja, y anchos de lomos, y cortos de sillar. Y han de tener el costado embutido, y la barriga redonda, puesta dentro de las costillas, y no caída debajo de ellas. Las ijadas han de tener, anchas, y llenas, y cortas, y las caderas grandes, y largas y redondas. Los muslos largos y anchos, y bien formados, con mucha carne por de dentro y de fuera de ellos. Y que sean arregazados, y tengan buen nacimiento, y buen asiento de cola, y el maslo de ella, grueso y derecho, y muy poblado de cerdas”. Hoy se buscan caballos más galgueños, con el vientre más recogido y más estrechos de ijares, pero en España siempre gustaron de caballos gordos y lustrosos, en tiempo de paz, y más enjutos en el de guerra; Andrada decía al respecto: “Es cosa de su profesión (de caballero) regalar y pensar (dar pienso a)  sus caballos para que en el tiempo de paz anden gordos, hermosos y de lindo pelo, y en el de guerra, fuertes, sanos y ligeros”.  Los actuales caballos españoles tienden a tener la grupa algo más corta de lo que la tuvieron sus ancestros, probablemente por la nefasta influencia que el caballo árabe tuvo sobre la raza en los siglos XIX y XX.

También se preocupa Aguilar de detalles como la situación del sieso (ano) y el tamaño de los compañones (testículos): “Y el sieso, ni muy salido ni muy hundido. Y los compañones y el miembro, pequeños”.

Pero todas estas características tenían que estar unidas por una buena proporción y aliñadas con gracia y buena disposición: “Los caballos, para ser del todo perfectos, han de tener todos sus miembros, correspondientes al tamaño y grandeza de su cuerpo. Y han de tener, buena gracia y buen aire, en el andar y en el paso. Y han de correr a prisa, y parar a prisa y derecho, y enhiesto, y sobre los pies, o abierto. Y han de traer buen rostro, y buena cola, y tener mucha cordura y sosiego”.

Aguilar, que era de Málaga, también se hace eco del abandono y desidia imperantes entre los ganaderos andaluces de equino: “La casta y origen de los caballos se viene totalmente a perder y disminuir por no tener cuenta con su generación y linaje porque, para tener entera bondad y virtud, se requiere que sean de muy buena casta y origen”. […] “Y como se tuviese en esto cuenta y cuidado, se podría remediar alguna parte de la gran desorden que en ello veo que hay. Pero pues los hombres no advierten ni tienen cuenta en conservar ni sustentar su casta y linaje, no hay para que gastar tiempo en tratar y procurar que aquesto se remedie, siendo tanto menos en su comparación”.  Lo que abunda en la opinión expuesta por Andrada de que la calidad de los caballos andaluces no se debe tanto a los desvelos de sus ganaderos como a las inmejorables condiciones naturales.

 

Resistencia y aptitudes del caballo español del Renacimiento.

Para hacernos una idea aproximada de las condiciones físicas y psíquicas de aquellos caballos, creo que puede bastar con traer a la memoria dos casos (de los miles que acontecerían), que nos es posible conocer gracias a los cronistas:

Cuenta el Inca Garcilaso en La Florida del Inca cómo Hernando de Soto, en la expedición de descubrimiento de aquellas tierras (1539-1542), después de haber encontrado el paso a una enorme ciénaga, ordenó a Gonzalo Silvestre y a Juan López Cacho que regresasen al real para dar aviso al resto de la tropa. Estos dos muchachos (que por entonces tenían 20 años),  recorrieron las 107 leguas que les separaban en siete días lo que, calculando a 5,5 km/legua, suponen 588,5 km, u 84 km/día, lo cual es un esfuerzo admirable pero más aún si pensamos que no existía camino alguno sino que los recorrieron por la típica ciénaga de La Florida, enmarañada de vegetación, donde hay suelo, y con grandes canales infestados de caimanes, que hay que cruzar a nado. Por si esto fuese poco, lo hicieron sin desensillar ni desenfrenar los caballos en los siete días que duró la marcha, y casi sin poderles dar de comer, porque les acosaban los indígenas, pero lo más sorprendente es que, si lograron encontrar el camino de vuelta al real en aquel impenetrable laberinto, fue gracias al conocimiento de sus caballos quienes, comprendiendo la angustiosa situación de sus jinetes, echaron los hollares al suelo y, siguiendo el rastro como si fuesen sabuesos, lograron deshacer lo andado.

No menos representativo de la proverbial resistencia de aquellos caballos del Renacimiento es el caso (habitual para aquellos hombres y sus caballos) del capitán Gaspar Pérez de Villagrán, a quién Juan de Oñate encargó, en el otoño de 1598, que saliese de San Gabriel de los españoles (Chamita, NM) con algunos soldados, en persecución de cuatro desertores, dando con ellos en el sur de Chihuahua, a 1.140 km de distancia. Después de una dura refriega logró matar a dos pero no pudo impedir que los otros se le escaparan, por lo que dejó a su pequeño pelotón detrás de los fugados y él regresó solo en compañía de su caballo y su fiel perro. Al llegar a Bernalillo (2.162 km.) se enteró de que Oñate no estaba ya en San Gabriel de los españoles sino que había marchado al oeste, en dirección a Moqui, por lo que, sin dudarlo, cambió de rumbo y siguió su rastro pero, cuando estaba a la altura de Acoma, su caballo murió al caer en uno de los fosos disimulados que los indios de aquella ciudad habían construido para ofender a los invasores. Para entonces ya llevaban cabalgados 2.280 km en lo que no era más que un servicio rutinario.

 

 

                                                                                                                             Ricardo de Juana, 2012.

 

Principio del documento                                                                    Léxico de la anatomía del caballo.