Hernando
de Soto Acoma |
El caballo de la España del
Renacimiento. La composición étnica
de la población caballar ibérica en el siglo XVI es la derivada de los cerca
de ocho siglos de guerra entre los reinos cristianos y musulmanes y de los
cristianos entre sí. Para comprender la
situación del caballo en esta época hay que enfocarla desde el punto de vista
militar (para las castas de alzada superior a la marca), ya que el caballo
era ante todo un elemento imprescindible para la guerra. Durante la Edad Media
se desarrolló en toda Europa un modo de combate a caballo, denominado “a la
brida” o “a la guisa”, basado en el poder arrollador de la carga de la
caballería pesada. Para ello se aprovecharon y desarrollaron las razas del
norte de Europa, de escasa capacidad ecuestre pero con mucha corpulencia. En la península Ibérica
también se utilizó otro estilo de combate a caballo denominado “a la gineta”
(*), que aprovechaba la excelente capacidad ecuestre de los caballos ibéricos, especialmente su
velocidad, agilidad y pronta respuesta.
(*) He decidido mantener
la grafía antigua (con g en lugar de j) porque desde su gestación hasta
mediado el siglo XIX fue así como se escribió, no siendo hasta después de
muerta cuando se le cambió el nombre; lo cual me parece feo. En el norte peninsular
se procuraba la cría de caballos pesados para surtir a los hombres de armas
con los que hacer frente a sus equivalentes de los otros reinos cristianos,
que montaban a la guisa francesa, mientras que en el sur (cuya frontera se
fue desplazando a medida que avanzó la reconquista) interesaba la cría de
caballos ligeros aptos para la gineta, modo en que combatían los moros. El caballero flamenco
Antoine de Lalaing, que formó parte de la comitiva de Felipe el Hermoso en su
viaje a España escribió al respecto: “considerando
pues que diariamente se aguardaba la guerra contra los franceses o contra los
moros, o contra las dos partes en un mismo tiempo, por lo que ordenó (la
Reina Isabel la Católica) que ninguno,
por muy gran señor que fuese, si no era presbítero u hombre de Iglesia,
cabalgase en mula, sino que cabalgase en caballos, y que los caballos fuesen
de quince palmos o más a fin de estar mejor preparados para la guerra: e
incluso a su marido le obligó a eso. Y ordenó que los de la frontera de los
franceses cabalgasen a nuestro modo, y los vecinos de los moros cabalgasen a la
gineta”. (LALAING, A. de, Primer
viaje de Felipe el Hermoso a España en 1501. GARCÍA MERCADAL, J. (ed.),
Viajes de extranjeros por España y Portugal, Salamanca, 1999, t. I, pp.
452-453.), citado por: CARMONA RUIZ, María Antonia. El caballo andaluz y la frontera del reino de Granada. Cuad.
Hist. Esp., ene./dic. 2006, vol.80, p.55-63. ISSN 0325-1195.) La población caballar
autóctona del valle del Duero y del Ebro (que originalmente diferirían poco
de las del Tajo, del Guadiana o del Guadalquivir), tanto por la necesidad
defensiva de los reinos como por el
interés de los propietarios en producir mulas grandes, se fueron diluyendo
mediante mestizajes con razas pesadas, pero en el sur se aplicaron normas muy
severas para impedir eso mismo, por lo que sus castas se mantuvieron en su
tipo original. Este caballo ligero era el llamado caballo español y conocido
como “genet” en Francia y otras cortes europeas. Al margen quedarían las
jacas serranas, capaces de mantenerse en terrenos de escaso valor agrícola y
que, por no alcanzar la marca, carecían de interés estratégico, mientras que
a sus propietarios les compensaba su cría con poderse valer de ellas en el
momento de la trilla y poco más. En las zonas palustres,
tal y como sucedió en el siglo XIX, habitaban las yeguas “marinas” o
marismeñas, de mayor alzada y más hueso pero de carácter linfático, defectos
de aplomos y cascos estoposos y palmitiesos. Cabe suponer, por
tanto, que el panorama de la cría caballar del siglo XVI estaría compuesto
por: - Cría de caballos
pesados en los valles del Duero y Ebro, más selectos en algunas zonas
favorables, como la Babia, Valdeburón y Laguna de Duero y especialmente
abundantes en Navarra y Aragón (por ser éstos los territorios que servían de
entrada para los caballos pesados procedentes de Francia, Bélgica y Flandes)
y población mestiza de aptitud mixta. - Convivencia de la
cría de caballos ligeros, la de caballos pesados y población mestiza en el
valle del Tajo. - Cría de caballos
ligeros en Murcia, Andalucía y Extremadura. - Jacas en todas las
sierras. - Caballos marismeños
en las zonas palustres y ribereñas. Descripción del caballo español. Los textos
contemporáneos consultados se centran en los aspectos técnicos de la gineta y
son parcos al tratar asuntos colindantes y sobradamente conocidos por sus
lectores coetáneos, como es el caso de la descripción del caballo español de
la época, y mucho menos de los tipos pesados y de las jacas. Expondré a continuación lo que de él comentan. Eugenio Manzanas,
analizando los motivos que le decidieron a escribir su Libro de Enfrenamientos (1583), escribe: “La (razón) que pudo más que
todas conmigo, es ver cuán estimados (y con justa causa) son los caballos
españoles en todas provincias, y tenidos por más hermosos, ligeros,
gallardos, briosos y de más galana postura”. Pedro Fernández de
Andrada (Libro de la Gineta de España,
1580) es el más locuaz y, después de hacer un repaso a las loas que los
autores clásicos habían dedicado al caballo español, incluye su análisis
personal: […] ”porque en bondad,
ligereza y hermosura exceden a todos los mejores del mundo: como bien claro
muestra la experiencia que de ello tenemos. Y aunque es verdad, que en
general los caballos españoles son buenos y de gran extremo y perfección,
todavía hay unos mejores que otros: y así unos autores loan a unos, y otros
encarecen a otros […] y no hay duda sino que los que loaron estas provincias
nunca estuvieron en el Andalucía, ni vieron los caballos de ella, pues se
atrevieron a quitarle la gloria que por esta ventaja merece, porque en
abundancia y fertilidad de mejores y más caballos no le iguala ninguna
provincia de las de España: y como de toda España esta Andalucía es tenida
por más abundante y fértil de herbajes, y grosura de la tierra, tanto que los
antiguos por su frescura fabularon que era en ellos los Campos Elíseos porque
ninguna tierra produce su fruto tan en extremo como ella: y así como la
naturaleza está más fértil y fecunda en ella: así cría más y mejores
caballos. Y aunque es así, que los caballos de España son los mejores, y de
los de España los de Andalucía, así en ella hay unos mejores que otros, como
son los de Sevilla, Jerez de la Frontera y Córdoba: que aunque los caballeros
de estas dos ciudades se nombran y precian de ser hermanos en armas, siempre
contiende sobre la ventaja de sus caballos. Así mismo son de los mejores los
de Úbeda y Baeza, y aunque la curiosidad que se tiene no es tanta: son
tenidos por buenos los de Jaén, Écija y Marchena, y así mismo los hay en
otras partes del Andalucía, donde los señores de las castas se precian poco
de ellos, aunque el buen sustento y grosura de los pastos que hay junto con
la clima y constelación del cielo produce naturalmente buenos caballos de que
están llenas casi todas las caballerizas de los reyes y príncipes del mundo,
no preciándose de tener otros caballos que del Andalucía: y aunque la bondad
de estas castas digan algunos autores que procede por haberse mezclado con
los caballos africanos: todavía otros tienen lo más cierto, que es haberse
los de África valido y aprovechado de la bondad de los nuestros de que tanto
nos podemos preciar teniendo tanto número de ellos, que sería dificultoso
referir los caballos de extremo que hoy viven: que por no hacer difusa
escritura no los refiero”. Este texto demuestra
que aquellos caballeros renacentistas ya eran conscientes de que disfrutaban
del mejor caballo del mundo, tanto por sus cualidades físicas como psíquicas,
desmontando absurdas teorías surgidas en siglos posteriores, como la expuesta
por José Matilla y García, quién escribió en su “Diccionario de comercio, industria y navegación” (1851): “Lo que hoy llamamos antigua raza española, seguramente procede de los
cruzamientos que se hacían desde los tiempos de Felipe II, cuando fueron a
Córdova para encastar porción de yeguas frisonas, de Nápoles y de Dinamarca”.
Matilla se refiere a la intervención de Diego López de Haro sobre la yeguada
real de Córdova pero ésta se inició en 1567, solo trece años antes de que
Andrada escribiera el texto anterior, espacio de tiempo en el que resulta
imposible crear y consolidar ninguna raza y mucho menos con la calidad y
arraigo de las que Andrada habla pero, de haber tenido aquella iniciativa
alguna trascendencia, no podría en ningún caso considerarse como principio de
la raza, sino como el principio de su decadencia. También nos confirma la
existencia de la demanda de caballos españoles por parte de las corte
extranjeras: “buenos caballos de que
están llenas casi todas las caballerizas de los reyes y príncipes del mundo,
no preciándose de tener otros caballos que del Andalucía”, lo que
corrobora el planteamiento anterior puesto que ya existía el reconocimiento
internacional de la calidad de los caballos andaluces en 1580. Se constata que, igual
que en los siglos posteriores, los más excelentes caballos de España se
criaban en Andalucía y, de éstos, los de Sevilla, Jerez de la Frontera y
Córdova, seguidos por los de Úbeda, Baeza, Jaén, Écija y Marchena. Andrada que, por ser de
Sevilla, se supone bien informado del estado de la ganadería caballar
andaluza, nos informa de que la extremada calidad de los caballos andaluces
no se debía a los desvelos de los ganaderos: “donde los señores de las castas se precian poco de ellos”, sino a
la influencia medioambiental: “aunque
el buen sustento y grosura de los pastos que hay junto con la clima y
constelación del cielo produce naturalmente buenos caballos”; con lo que
ya apuntaba el hecho, posteriormente muy reiterado por los autores del XIX,
de que la raza equina española no es debida al capricho o la necesidad del
hombre, como es el caso de la mayor parte de las razas caballares del mundo,
sino que es fruto de la naturaleza. Parece que ya por
entonces hacía mella el secular derrotismo español, precursor de la idea de
que si hay algo bueno aquí es porque alguien lo ha traído de fuera: “y aunque la bondad de estas castas digan
algunos autores que procede por haberse mezclado con los caballos africanos:
todavía otros tienen lo más cierto, que es haberse los de África valido y
aprovechado de la bondad de los nuestros de que tanto nos podemos preciar
teniendo tanto número de ellos, que sería dificultoso referir los caballos de
extremo que hoy viven” Pedro de Aguilar dedica
el primer capítulo de su Tratado de la
caballería de la gineta (1570), a describir la forma, proporción y
propiedades que, a su juicio, han de tener los caballos. Hay que tener en
cuenta que no se trata de una descripción del caballo español de la época, sino
de lo que para él sería el caballo idóneo para la práctica de la gineta,
aunque, en general, no diferiría mucho de aquel. Comienza por lo que considera de mayor
importancia, los cascos, diciendo: “Los
caballos han de tener los cascos o vasos, muy lisos y negros sin que tengan
en ellos, ningunas arrugas ni cercos. Que no sean casqui derramados, ni
patimuleños, ni palmitiesos, ni manilleros, sino casqui acopados, teniéndolos
anchos y bien formados, huecos y secos, cavados por la parte de dentro de
ellos, con las coronas ceñidas y pelosas”. Continúa con las
características de las patas, y aquí se aprecia alguna diferencia con los
criterios que se impondrían posteriormente, una vez extinta la escuela de la
gineta. En concreto en lo referente a la longitud de las cuartillas que, para
practicar los repentinos movimientos que aquél estilo de monta exigía,
buscaban que fuesen cortas y recias, contrariamente a lo que luego se buscó;
cuartillas largas para hacer un paso más muelle y cómodo, aunque esto suponga
mayor fragilidad: “Las cuartillas han
de ser cortas, las juntas gruesas, con algunas cernejas en ellas. Y los
brazos nerviosos, con las canillas anchas y cortas y enjutas, con las
rodillas gruesas y llanas, y descarnadas. Las piernas ha de tener derechas y
anchas, y bien formadas, siendo salidos de los quijotes de ellas, y de los
murecillos de los brazos, de tal manera, que estando parados, tengan mayor
distancia entre los brazos y piernas, por la parte de arriba, que por la
parte de abajo. Los pechos han de tener, anchos y redondos, y salidos a
fuera, y partidos por medio”. El caballo español siempre tuvo las cañas
(canillas) cortas. La descripción del
cuello coincide plenamente con la del cuello del caballo español clásico: “Han de ser enhiestos, y descargados de
delante, teniendo el cuello ancho en el nacimiento, y delgado junto a la
cabeza, y que les salga del pecho, y no de la aguja, porque lo tengan arcado
y bien formado, y bien engollado, y las crines raras y largas, que ni sean
gruesas ni muy delgadas”. Cuando dice que el cuello ha de salir del
pecho, no de la aguja, se refiere a que lo tienen que llevar vertical,
enhiesto, no tendido u horizontal. En la cabeza también se
aprecian diferencias, ya que él prefiere caballos con la cabeza pequeña y
recogida (si bien pequeño y grande son calificativos relativos), cuando
tradicionalmente el caballo español ha tenido el rostro largo: “La cabeza ha de tener pequeña, y el rostro
cogido, y no despapado, los oídos vivos y agudos, largos y bien puestos, y la
frente ancha y llana, y descarnada, y los ojos gruesos y negros, que se les
salgan del casco, con las cejas llenas, y las cuencas salidas, y las quijadas
delgadas, y muy abiertas por la junta del cuello, y las narices anchas, y
abiertas y hinchadas, y la boca ni muy hendida, ni tampoco conejuna, teniendo
los labios negros, y la lengua y encías delgadas”. Obviamente, cuando
habla de oídos se refiere a las orejas, que han de ser finas (agudas) y de
buena vela. Coincide en que tiene que tener la cabeza seca y con las quijadas
descarnadas (delgadas). Daban mucha importancia al tamaño de la boca, que no
fuese rasgada ni pequeña (boquiconejuno) y a la delgadez de las encías y de
la lengua, ya que esas características eran esenciales para el buen asiento
del freno de la gineta. También coincide la
descripción del tronco y del cuarto posterior, que debía ser potente y
musculoso: “Han de ser altos de aguja,
y anchos de lomos, y cortos de sillar. Y han de tener el costado embutido, y
la barriga redonda, puesta dentro de las costillas, y no caída debajo de
ellas. Las ijadas han de tener, anchas, y llenas, y cortas, y las caderas
grandes, y largas y redondas. Los muslos largos y anchos, y bien formados,
con mucha carne por de dentro y de fuera de ellos. Y que sean arregazados, y
tengan buen nacimiento, y buen asiento de cola, y el maslo de ella, grueso y
derecho, y muy poblado de cerdas”. Hoy se buscan caballos más galgueños,
con el vientre más recogido y más estrechos de ijares, pero en España siempre
gustaron de caballos gordos y lustrosos, en tiempo de paz, y más enjutos en
el de guerra; Andrada decía al respecto: “Es
cosa de su profesión (de caballero)
regalar y pensar (dar pienso a) sus caballos para que en el tiempo de paz
anden gordos, hermosos y de lindo pelo, y en el de guerra, fuertes, sanos y
ligeros”. Los actuales caballos
españoles tienden a tener la grupa algo más corta de lo que la tuvieron sus
ancestros, probablemente por la nefasta influencia que el caballo árabe tuvo
sobre la raza en los siglos XIX y XX. También se preocupa
Aguilar de detalles como la situación del sieso (ano) y el tamaño de los
compañones (testículos): “Y el sieso,
ni muy salido ni muy hundido. Y los compañones y el miembro, pequeños”. Pero todas estas
características tenían que estar unidas por una buena proporción y aliñadas
con gracia y buena disposición: “Los
caballos, para ser del todo perfectos, han de tener todos sus miembros,
correspondientes al tamaño y grandeza de su cuerpo. Y han de tener, buena
gracia y buen aire, en el andar y en el paso. Y han de correr a prisa, y
parar a prisa y derecho, y enhiesto, y sobre los pies, o abierto. Y han de
traer buen rostro, y buena cola, y tener mucha cordura y sosiego”. Aguilar, que era de
Málaga, también se hace eco del abandono y desidia imperantes entre los
ganaderos andaluces de equino: “La
casta y origen de los caballos se viene totalmente a perder y disminuir por
no tener cuenta con su generación y linaje porque, para tener entera bondad y
virtud, se requiere que sean de muy buena casta y origen”. […] “Y como se
tuviese en esto cuenta y cuidado, se podría remediar alguna parte de la gran
desorden que en ello veo que hay. Pero pues los hombres no advierten ni
tienen cuenta en conservar ni sustentar su casta y linaje, no hay para que
gastar tiempo en tratar y procurar que aquesto se remedie, siendo tanto menos
en su comparación”. Lo que abunda
en la opinión expuesta por Andrada de que la calidad de los caballos
andaluces no se debe tanto a los desvelos de sus ganaderos como a las
inmejorables condiciones naturales. Resistencia y aptitudes del caballo español del
Renacimiento. Para hacernos una idea
aproximada de las condiciones físicas y psíquicas de aquellos caballos, creo
que puede bastar con traer a la memoria dos casos (de los miles que acontecerían),
que nos es posible conocer gracias a los cronistas: Cuenta el Inca
Garcilaso en La Florida del Inca
cómo Hernando de Soto, en la expedición de descubrimiento de aquellas tierras
(1539-1542), después de haber encontrado el paso a una enorme ciénaga, ordenó
a Gonzalo Silvestre y a Juan López Cacho que regresasen al real para dar
aviso al resto de la tropa. Estos dos muchachos (que por entonces tenían 20
años), recorrieron las 107 leguas que
les separaban en siete días lo que, calculando a 5,5 km/legua, suponen 588,5
km, u 84 km/día, lo cual es un esfuerzo admirable pero más aún si pensamos
que no existía camino alguno sino que los recorrieron por la típica ciénaga
de La Florida, enmarañada de vegetación, donde hay suelo, y con grandes
canales infestados de caimanes, que hay que cruzar a nado. Por si esto fuese
poco, lo hicieron sin desensillar ni desenfrenar los caballos en los siete
días que duró la marcha, y casi sin poderles dar de comer, porque les
acosaban los indígenas, pero lo más sorprendente es que, si lograron
encontrar el camino de vuelta al real en aquel impenetrable laberinto, fue
gracias al conocimiento de sus caballos quienes, comprendiendo la angustiosa
situación de sus jinetes, echaron los hollares al suelo y, siguiendo el
rastro como si fuesen sabuesos, lograron deshacer lo andado. No menos representativo
de la proverbial resistencia de aquellos caballos del Renacimiento es el caso
(habitual para aquellos hombres y sus caballos) del capitán Gaspar Pérez de
Villagrán, a quién Juan de Oñate encargó, en el otoño de 1598, que saliese de
San Gabriel de los españoles (Chamita, NM) con algunos soldados, en
persecución de cuatro desertores, dando con ellos en el sur de Chihuahua, a
1.140 km de distancia. Después de una dura refriega logró matar a dos pero no
pudo impedir que los otros se le escaparan, por lo que dejó a su pequeño
pelotón detrás de los fugados y él regresó solo en compañía de su caballo y
su fiel perro. Al llegar a Bernalillo (2.162 km.) se enteró de que Oñate no
estaba ya en San Gabriel de los españoles sino que había marchado al oeste,
en dirección a Moqui, por lo que, sin dudarlo, cambió de rumbo y siguió su
rastro pero, cuando estaba a la altura de Acoma, su caballo murió al caer en
uno de los fosos disimulados que los indios de aquella ciudad habían
construido para ofender a los invasores. Para entonces ya llevaban cabalgados
2.280 km en lo que no era más que un servicio rutinario.
Ricardo de
Juana, 2012. Principio del documento
Léxico de la anatomía del caballo. |
||
|
|